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Saki - El cuentista

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Mensaje por Sr Barbosa Lun Dic 25, 2023 7:36 pm

Sobre el autor: Hector Hugh Munro, conocido por el nombre literario de Saki (1870 – 1916) escritor, novelista y dramaturgo británico. Sus agudos y, en ocasiones, macabros cuentos recrearon irónicamente la sociedad y la cultura victorianas en que vivió. Ether Munro, que tras la muerte de su hermano se convirtió en su albacea y destruyó todos los papeles que consideró inadecuados, explica en la biografía oficial, incluida en el volumen póstumo El huevo cuadrado, que Saki era un gran admirador de la poesía persa y las historias orientales y que el origen del pseudónimo se encuentra en Rubaiyyat de Omar Jayyam. Esta obra del poeta persa del siglo xii alcanzó una gran fama en la cultura inglesa de segunda mitad del siglo xix en la adaptación de Edward Fitzgerald. En la última cuarteta del poeta aparece la palabra saki, que en persa significa copero. Según esta versión, el pseudónimo constituiría un homenaje a una obra admirada.



El Cuentista


Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente parada, Templecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también pequeño. Una tía, que pertenecía a los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado opuesto, estaba ocupado por un muchacho que era un extraño ante aquella fiesta, pero las niñas y el niño verdaderamente ocupaban el compartimiento. Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada pero persistente, recordando las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La mayoría de los comentarios de la tía empezaban por «No», y casi todos los de los niños por «¿Por qué?». El muchacho no decía nada en voz alta.

-No, Cyril, no -exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe-. Ven a mirar por la ventanilla -añadió.

El niño se desplazó a desgano hacia la ventanilla.

-¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? -preguntó.

-Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más pasto -respondió la tía débilmente.

-Pero en ese campo hay montones de pasto -protestó el niño-; no hay otra cosa. Tía, en ese campo hay montones de pasto.

-Quizá la hierba de otro campo es mejor -sugirió la tía neciamente.

-¿Por qué es mejor? -fue la inevitable y rápida pregunta.

-¡Oh, mira esas vacas! -exclamó la tía.

Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante una novedad.

-¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? -persistió Cyril.

El ceño fruncido del muchacho que los observaba se iba acentuando. La tía decidió, mentalmente, que era un hombre duro y hostil. Ella era por completo incapaz de tomar una decisión satisfactoria sobre el pasto del otro campo.

La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a recitar «De camino hacia Mandalay». Solo sabía la primera línea, pero utilizó al máximo su limitado conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con una voz soñadora, pero decidida y muy audible; al joven le pareció como si alguien hubiera hecho una apuesta con ella a que no era capaz de repetir la línea en voz alta dos mil veces seguidas y sin detenerse. Quienquiera que fuera que hubiera hecho la apuesta, probablemente la perdería.

-Acérquense y escuchen mi historia -dijo la tía; el joven la había mirado dos veces a ella y una al timbre de alarma.

Los niños se desplazaron apáticamente hacia el borde del compartimiento donde se encontraba la tía. Era evidente que su reputación como contadora de cuentos no ocupaba una alta posición, a juicio de los niños.

En voz baja, frecuentemente interrumpida por preguntas alborotadas o irritadas de los oyentes, ella comenzó una historia deplorablamente aburrida sobre una niña que era buena, que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al final, era rescatada del embate de un toro enloquecido por numerosos salvadores que admiraban sus virtudes morales.

-¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? -preguntó la mayor de las niñas.

Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el muchacho que oía en silencio.

-Bueno, sí -admitió la tía sin convicción-. Pero no creo que la hubieran socorrido con la misma diligencia si ella no les hubiera gustado mucho.

-Es la historia más tonta que he oído nunca -dijo la mayor de las niñas con una inmensa convicción.

-Después de la segunda parte dejé de escuchar, era demasiado tonta -dijo Cyril.

La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había recomenzado a murmurar su verso favorito.

-No parece muy exitosa como contadora de cuentos – comentó de repente el muchacho desde su esquina.

La tía se ofendió ante aquel ataque inesperado.

-Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar -respondió fríamente.

-No estoy de acuerdo-dijo el joven.

-Quizá le gustaría a usted contarles un cuento – lo desafió la tía.

-Sí, cuéntenos un cuento -pidió la mayor de las niñas.

-Había una vez – comenzó el muchacho- una niña pequeña llamada Berta que era extremadamente buena.

El interés momentáneamente suscitado en los niños comenzó a vacilar en seguida: todas las historias se parecían terriblemente, no importaba quién las contara.

-Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la verdad, mantenía la ropa limpia, comía budín de leche como si fuera tarta de mermelada, aprendía sus lecciones perfectamente y tenía buenos modales.–

-¿Era bonita? -preguntó la mayor de las niñas.

-No tanto como cualquiera de ustedes -respondió el joven-, pero era terriblemente buena.

Se produjo una ola de reacción en favor de la historia; la palabra terrible unida a bondad era una novedad que la favorecía. Parecía introducir un círculo de verdad que faltaba en los cuentos sobre la vida infantil que narraba la tía.

-Era tan buena -continuó el joven- que ganó varias medallas por su bondad, que siempre llevaba puestas en su vestido. Tenía una medalla por obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen comportamiento. Eran medallas grandes de metal y chocaban las unas con las otras cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía esas tres medallas, así que todos sabían que ella debía de ser una niña extraordinariamente buena.

-Terriblemente buena -citó Cyril.

-Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se enteró de aquello y dijo que, ya que era tan buena, debería permitírsele pasear una vez a la semana por su parque, que estaba justo afuera de la ciudad. Era un parque muy bonito y nunca se había autorizado la entrada a niños, por eso fue un gran honor para Berta que la dejaran entrar.

-¿Había alguna oveja en el parque? -preguntó Cyril.

-No -dijo el narrador-, no había ovejas.

-¿Por qué no había ovejas? -llegó la inevitable pregunta disparada por la respuesta anterior.

La tía se permitió una sonrisa que bien podría haber sido descrita como una mueca.

-En el parque no había ovejas -dijo el muchacho- porque, una vez, la madre del príncipe tuvo un sueño en el que su hijo era asesinado tanto por una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el príncipe no tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio.

La tía contuvo un grito de admiración.

-¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? -preguntó Cyril.

-Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará realidad -dijo el joven despreocupadamente-. De todos modos, aunque no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por todas partes.

-¿De qué color eran?

-Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises con manchas blancas y algunos eran totalmente blancos.

El narrador se detuvo para que los niños crearan en su imaginación una idea completa de los tesoros del parque; después prosiguió:

-Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa por lo que, naturalmente, se sintió tonta al ver que no había flores para coger.

-¿Por qué no había flores?

-Porque los cerdos se las habían comido todas -contestó el joven rápidamente-. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía tener cerdos y flores, así que decidió tener cerdos y no tener flores.

Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe; mucha gente habría decidido lo contrario.

-En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles con hermosos loros que decían cosas inteligentes sin previo aviso, y colibríes que cantaban todas las melodías populares. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensamente, y pensó: «Si no fuera tan extraordinariamente buena no me habrían permitido venir a este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que hay en él para ver», y sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar y la ayudaban a recordar lo buenísima que era realmente. Justo en aquel momento, iba merodeando por allí un enorme lobo para ver si podía atrapar algún cerdito gordo para su cena.

-¿De qué color era? -preguntaron los niños, con un inmediato incremento de su interés.

-Era completamente del color del barro, con una lengua negra y unos ojos de un gris pálido que brillaban con inexplicable ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Berta; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que podía ser visto desde una gran distancia. Berta vio al lobo, vio que se dirigía hacia ella y empezó a desear que nunca le hubieran permitido entrar en el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la siguió dando enormes saltos y brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales de mirto y se escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo se acercó olfateando entre las ramas, su negra lengua le colgaba de la boca y sus ojos gris pálido brillaban de rabia. Berta estaba terriblemente asustada y pensó: «Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena ahora estaría segura en la ciudad». Sin embargo, el olor del mirto era tan fuerte que el lobo no pudo olfatear dónde estaba escondida Berta, y los arbustos eran tan espesos que podría haber estado buscándola entre ellos durante mucho rato sin verla, así que pensó que era mejor salir de allí y cazar un cerdito. Berta temblaba tanto al tener al lobo merodeando y olfateando tan cerca de ella que la medalla de obediencia chocó contra las de buena conducta y puntualidad. El lobo se estaba yendo cuando oyó el sonido que producían las medallas y se detuvo para escuchar; volvieron a sonar en un arbusto que estaba cerca de él. Se lanzó dentro de él, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta de allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron sus zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres medallas de la bondad.

-¿Mató a alguno de los cerditos?

-No, todos escaparon.

-La historia empezó mal -dijo la más pequeña de las niñas-, pero ha tenido un final bonito.

-Es la historia más bonita que he escuchado nunca -dijo la mayor de las niñas, muy decidida.

-Es la única historia bonita que he oído nunca -dijo Cyril.

La tía expresó su desacuerdo.

-¡Una historia de lo menos apropiada para contar a niños pequeños! Ha socavado el efecto de años de cuidadosa enseñanza.

-De todos modos -dijo el muchacho, tomandoi sus pertenencias y dispuesto a abandonar el tren-, los he mantenido tranquilos durante diez minutos, mucho más de lo que usted pudo.

«¡Pobre señora! -se dijo mientras bajaba al andén de la estación de Templecombe-. ¡Durante los próximos seis meses esos niños la asaltarán en público pidiéndole que cuente algún cuento impropio”
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